A nadie se nos olvida que fue hace precisamente ocho años, en julio de 2007, cuando la economía americana entró en barrena. El estallido de la burbuja las subprimes llevó al mundo desarrollado a una de las peores crisis que se hayan conocido, quizá solo comparable al famoso crack del 29. Inmediatamente, los analistas financieros pusieron sus ojos en otros países que, al igual que el gigante americano, tenían unos niveles de deuda total sobre PIB muy elevados. En este desequilibrio España figuraba a la cabeza de la lista, conjuntamente con EE UU y Reino Unido.
Es conocido por todos que la economía española entró en una espiral fuertemente contractiva, fruto de ese enorme apalancamiento privado contraído por parte de empresas y familias durante la época de bonanza. La crisis tuvo un efecto desolador, fuerte recesión, cierre de empresas, elevados déficit públicos y también la práctica desaparición de la oferta del crédito para familias y empresas. La cumbre de nuestra crisis, o el momento de máxima atención mediática, puede fecharse en junio de 2012; en ese mes, el Gobierno pidió formalmente ayuda para reflotar parte del sector financiero doméstico. Aún a pesar de la ayuda, la economía continuó cayendo y tampoco mejoraron las condiciones para obtener financiación. Ha sido tan solo desde hace un año y medio, cuando la actividad comenzó a registrar niveles positivos y el crédito parece empezar a recuperarse.