En ‘Progreso’, un libro de reciente aparición, Johan Norberg sostiene que “vivimos en el mejor momento de nuestra historia y, sin embargo, se ha extendido la creencia generalizada de que el mundo va exageradamente a peor”. A la economía española le sucede justo lo contrario.
Una foto fija del momento económico: crecimiento, ritmo de creación de empleo, superávit exterior o reducción del déficit público, daría la impresión de que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Pero si se hace un análisis más fino, teniendo en cuenta el ‘stock’, no el ‘flujo’, habría consenso en que la realidad económica es más complicada de lo que parece: elevado nivel de desempleo (16,4% de la población activa); el mayor déficit público de la Eurozona (el año acabará en el entorno del 3% del PIB), una deuda pública que roza el 100% del PIB y un déficit comercial de mercancías crónico (-18.561 millones de euros hasta septiembre), que hacen que España -con una formidable deuda externa del 90% del PIB- sea uno de los países con mayores desequilibrios macroeconómicos de la región.
Esta aparente contradicción tiene que ver con una realidad incuestionable. La economía española viene de los infiernos, y parece razonable que el optimismo se haya instalado en el análisis. También entre los agentes económicos, en particular las familias que vuelven a endeudarse para financiar el gasto de los hogares, lo que refleja, sin duda, una elevada confianza en la economía.
Pero, como decía el viejo profesor Sampedro, una cosa es la coyuntura y otra muy diferente la estructura. Y aunque la economía española ha hecho en los últimos años significativas reformas -al menos desde el célebre mes de mayo de 2010 en el que la UE obligó a España a hacer cambios para salvar al euro-, lo cierto es que algunos asuntos de fondo siguen ahí como un monumento al inmovilismo.
Las pensiones, los escasos avances en productividad, la dualidad del mercado de trabajo entre empleos fijos y temporales, los problemas relacionados con la ineficiencia de las administraciones o la escasa recaudación tributaria para financiar un Estado de bienestar al que nadie quiere renunciar, son problemas de fondo que continúan sin despejarse.
Probablemente porque el sistema político español -los gestores de la cosa pública- acostumbran a reaccionar al borde del precipicio, lo que significa que mientras el BCE siga dándole a la máquina de fabricar dinero -comprando deuda y con una política monetaria extraordinariamente expansiva al menos hasta finales de 2018- no habrá prisa por hincar el diente a esas cuestiones de naturaleza estructural y no coyuntural de las que hablaba el profesor Sampedro.
Entre otras cosas porque la crisis catalana lo tapa todo y tejer alianzas hoy en el Parlamento para hacer reformas se antoja muy complicado. Y es por eso, precisamente, por lo que desde el Gobierno se cruzan los dedos con una gran esperanza: “¡Virgencita, que me quede como estoy!’. Hasta el punto de que ya sólo suspiran por poder aprobar los Presupuestos del 2018.
Una estrategia un tanto suicida a largo plazo -el mundo se mueve y no entiende de crisis internas nacionales- que pone de relieve un problema de fondo: la ausencia de pactos políticos para enfrentarse, por ejemplo, al problema de las pensiones, sin duda el mayor desafío que tiene hoy la economía española.
Pero no porque el sistema vaya a implosionar -el mayor lobby electoral de España son nueve millones de pensionistas y ningún Gobierno lo dejará nunca caer-, sino porque un país que se ve obligado a financiar vía deuda entre el 10% y el 15% del gasto en pensiones, es claramente ineficiente y malgasta sus recursos. Básicamente, porque los impuestos deben destinarse a gastos corrientes, pero también a inversiones productivas.
Y parece evidente que cuando no se atiende a los efectos multiplicadores que tiene la inversión -no sólo en infraestructuras, sino también en formación y cualificación profesional- un país tiene serios problemas de competitividad y productividad a largo plazo. Aunque ahora no se note -o se perciba poco- por los célebres vientos de cola de la economía española, que poco a poco irán amainando: petróleo barato, tipos de interés al cero o recuperación económica en la UE, lo que favorecerá las exportaciones.
Pero es mejor colocarse a sotavento -en la parte opuesta a aquella por donde sopla el viento- que navegar en medio de la tormenta, como históricamente ha sucedido. Algo que debería animar a afrontar reformas, como la del sistema educativo. Capaces de evitar que el país se convierta en una economía de bajo valor añadido en la que su factor de competitividad sean los salarios. El turismo ha sido el maná de la crisis, pero como todo lo que cae del cielo, tiende a agotarse con el tiempo. Como la lluvia.
España, en todo caso, tiene por delante dos o tres años de elevado crecimiento: en el entorno del 2,5%. Y, ni siquiera, la crisis catalana -que probablemente tenga menos efectos negativos de lo que auguran algunos análisis interesados- podrá frenar la recuperación. Entre otras cosas, porque lo mejor que le ha pasado a España es estar en Europa, que no sólo obligó a hacer reformas de calado (pensiones, ley de estabilidad presupuestaria o reforma laboral), sino que prestó dinero para afrontar la crisis bancaria, el origen del descalabro financiero. Y Europa, con todos sus problemas, es hoy garantía de éxito. Como bien sabe España.
Carlos Sánchez es periodista, especializado desde hace más de 30 años en información económica. Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense, ha trabajado en prensa, radio y televisión. Fue fundador del diario El Mundo y ejerció el cargo de redactor jefe de Economía y Política en el diario Expansión. Es autor de los libros "Los Nuevos Amos de España" y "Dinero Fresco". Actualmente es director adjunto del diario El Confidencial.