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La bomba demográfica y su efecto sobre la economía

la bomba demográfica y su efecto sobre la economía

Un viejo chiste de economistas sostiene que la economía es el único campo en el que dos personas pueden obtener el mismo premio Nobel por decir exactamente lo contrario. No le falta razón. Pero, a pesar de ello, hay algunas realidades tan evidentes que no están sujetas a discusión. Por ejemplo, la crisis demográfica y todo lo que eso conlleva. También en términos económicos.

Los datos son estremecedores: En 2015, según las proyecciones de población del Instituto Nacional de Estadística (INE), España, por primera vez en décadas, registró un crecimiento vegetativo negativo. En concreto, del -0,03%.

Lo significativo, sin embargo, es lo que está por venir. Esas mismas previsiones oficiales estiman que en 2030 el crecimiento vegetativo seguirá siendo negativo (del 2,5%); pero es que para 2060, a tenor de las proyecciones demográficas oficiales, el saldo entre la tasa de natalidad y la tasa de mortalidad será, igualmente, adversa en un 7,5%. Traducido en cifras concretas, eso significa que España contará en 2022, si no cambian las cosas, con 45,1 millones de habitantes, un 2,5% menos que en 2012. Mientras que, en 2052, la población de España se cifraría en 41,6 millones, un 10% menos que en la actualidad.

A veces se suelen observar las cifras de población como un fenómeno estrictamente sociológico que determina, por ejemplo, el tamaño de los hogares o las nuevas realidades sociales. Cada vez son más las familias monoparentales. Pero el hecho de que España pierda población es, probablemente, el asunto más relevante de nuestra economía. Entre otras cosas, porque la clave de bóveda del Estado de bienestar son las pensiones (más de nueve millones), y dado que el modelo se fundamenta en el sistema de reparto -los ocupados actuales pagan las pensiones devengadas con anterioridad- el tamaño de la población determina la sostenibilidad del sistema público de protección social.

Pero la demografía, y esto a menudo se olvida, también influye de forma decisiva en la estructura productiva del país. Hoy, un tercio del territorio está prácticamente abandonado a su suerte con núcleos de población muy reducidos que no tienen la suficiente masa crítica para ser viables. Allí no puede florecer ningún negocio o actividad económica, simplemente porque el número de habitantes los haría insostenibles por la escasez de demanda. El Estado, sin embargo, sí que está obligado a procurar un mínimo de servicios públicos a esos territorios, lo que provoca todo tipo de ineficiencias debido a la ausencia de economías de escala. Mantener un ambulatorio abierto en poblaciones con unas decenas de habitantes es extremadamente costoso.

Este es, de hecho, uno de los problemas centrales de los distintos modelos de financiación autonómica, que se ven obligados a destinar muchos recursos para atender -como el lógico- a poblaciones con muy pocos habitantes que requieren servicios de luz, alcantarillado, agua, servicios sociales y, por supuesto, atención sanitaria. Esta dispersión encarece los costes marginales de los servicios públicos prestados hasta límites inasumibles para el erario público. Produciendo, además, un efecto enormemente perverso. El nivel de presión fiscal individual tiene que ser necesariamente elevado debido a que muy pocos cotizan y pagan impuestos para mantener un Estado de bienestar ineficiente por la dispersión territorial. Sin contar los efectos que tiene sobre el medio ambiente la desertización poblacional de una parte importante del país.

Un reciente estudio de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE) recordaba que en los últimos tres años la población activa (los ocupados más los parados) ha descendido, hasta situarse en el entorno de los 22,9 millones. Y esa evolución hubiera sido todavía más negativa de no ser por el fuerte aumento de los inmigrantes que han adquirido la doble nacionalidad.

Ni que decir tiene que este estrechamiento por la base de la pirámide de población tendrá efectos letales sobre la financiación del Estado de bienestar. Máxime si se tiene en cuenta que los españoles, afortunadamente, vivirán más años, lo que supone consumir mayor número de servicios públicos, tanto monetarios como no monetarios.

La forma en que han abordado algunos países este problema, que desde luego tiende a generalizarse en las economías avanzadas, pasa por elaborar políticas de apoyo a la familia. En otros casos, sin embargo, lo que se ha procurado es abrir las puertas a la inmigración.

Francia o Suecia simbolizan la estrategia de ayuda a la familia, mientras que Alemania -o, incluso, EEUU- es el mejor exponente de la segunda de las orientaciones aprovechando la crisis de los refugiados. Es decir, se ha querido hacer de la necesidad virtud para evitar la lenta agonía de las regiones del Este que viven procesos muy similares a los de España, donde la población tiende a concentrarse en grandes núcleos del Mediterráneo y el centro.

Hay algunas evidencias que ayudan a conocer la relevancia económica del envejecimiento. Los economistas saben, por ejemplo, que la propensión al consumo es mayor en las rentas bajas (gastan prácticamente sus ingresos), pero también está demostrado que en el caso de las personas mayores sucede todo lo contrario. En sociedades avanzadas como la española, la propensión al consumo en menor.

Eso ocurre, por ejemplo, en Alemania o Japón, cuya capacidad de crecimiento económico se ve muy limitada por el hecho de que los más mayores gastan menos y prefieren ahorrar. Algo que determina el patrón de crecimiento. Entre otras cosas, debido que las actividades relacionadas con lo que se ha denominado tercera edad son de bajo valor añadido. Algo que ha obligado a una especialización tecnológica de su modelo productivo.

No sucede lo mismo en España, donde el patrón de crecimiento se orienta hacia actividades de bajo valor añadido. En particular, vinculadas al consumo. Y parece evidente que el envejecimiento de la población no es el mejor camino para impulsar ese modelo productivo. O España se enfrenta a este problema o es muy probable que algún día el país se arrepienta.

 

Carlos Sánchez es periodista, especializado desde hace más de 30 años en información económica. Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense, ha trabajado en prensa, radio y televisión. Fue fundador del diario El Mundo y ejerció el cargo de redactor jefe de Economía y Política en el diario Expansión. Es autor de los libros "Los Nuevos Amos de España" y "Dinero Fresco". Actualmente es director adjunto del diario El Confidencial.

Categorías: Estudios y Análisis
Etiquetas: economía España Europa

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